Cuando
era un crío recuerdo que en el parque en el que jugábamos la chavalería del
barrio, había una fuente a la que íbamos a refrescarnos además de saciar la sed
de camello que los juegos y carreras nos provocaban. También hacíamos el tonto
mojándonos con las consiguientes broncas de algunos vecinos que nos increpaban
por jugar con el agua de la fuente. Si queríamos malgastar agua lo suyo era ir
al pilón y empaparnos allí. Pero la fuente era para beber. igualmente, a veces,
cuando la sed apremiaba y había enormes colas en la fuente, algunos nos
aventurábamos hasta uno de los bares de la esquina, el bar kyoto era uno de los preferidos y al que nuestros padres solían ir
de vez en cuando, y siempre con el «por favor» por delante pedíamos unos vasos
de agua a alguno de los camareros que, tras servir a los clientes que en ese
momento podía haber en el establecimiento, mirándonos como se miran a las
cucarachas antes de ser pisadas y a desgana, llenaba algunos vasos con agua del
grifo y nos los ponía con un golpe seco sobre la altísimas barras a las que
teníamos que llegar de puntillas. Eran otros tiempos. Eran tiempos en que
incluso había baños públicos en la mayoría de los parques. No había necesidad
de ir a un bar a tomar una consumición para poder aliviarse.
Me
encantan esos establecimientos, pocos aún por cierto, en el que nada más
sentarte a la mesa te ponen una jarra de agua del grifo y unos vasos, tantos
como comensales se sienten a comer o a cenar. El agua del grifo es como las
olivas con la cervecita. Si te las ponen se agradece, si no te las ponen te
deja una sensación incómoda y acabas preguntándote, tras pagar casi tres euros
por un tercio de cerveza, si deberías dejar o no alguna monedilla como propina
para paliar en la medida de lo posible la tremenda carestía que parece reinar
en el sector hostelero. No pensemos que al no poner tapa sean unos rácanos,
pensemos que las pasan putas para llegar a fin de mes. No me quejo de los
precios que empiezan a reinar por cuatro chuminadas que uno pida en los bares,
a nadie obligan a entrar en ellos. No me quejo de que la nueva y guapa camarera
que hay tras la barra, cada vez que me ve entrar, se aleje tanto de mí que
parezca que la voy a contagiar algo solo con saludarla. Entiendo que no quiera
pillar una baja por enfermedad y que prefiera atender al famoso y joven actor
que se ha venido a vivir al barrio apareciendo por allí cuando su ajetreada
vida social se lo permite. Tampoco me quejo de que me pregunten cada dos por
tres que si la clarita la quiero con limón o gaseosa… es una batalla que ya he
dado por perdida hace tiempo. Pero si pido una jarra de agua del grifo cuando
me siento a comer o cenar ¿qué problema hay si el bar dispone de agua corriente
y, espero, potable? Cuando uno, al desayunar, pide un café y un vaso de agua, no
le dan una botellita de agua embotellada ¿o ahora empezarán a darlas? Puedo
entender que moleste que alguien entre solo y exclusivamente a pedir un vaso de
agua del grifo y tras consumirlo se de media vuelta y vuelva a salir tan
deprisa como entró. Un vaso de agua no se niega a nadie, pero a estas personas
se les puede decir que acudan a su junta de distrito y pidan que el
ayuntamiento ponga más fuentes públicas en las calles al servicio del ciudadano
y de paso que también soliciten urinarios públicos porque uno está harto de
entrar en los bares a orinar. Actualmente orinar en un bar, porque algunos así
lo hacemos, sale a un mínimo de 1,20 € que es lo que, por lo bajo, cuesta un
café. Aunque tengo entendido que en el bar del congreso sale más barato. En
fin, si yo me aburría y me he puesto a escribir dos folios sobre esto, ¿qué no
podrán escribir los representantes del gremio de hostelería, las organizaciones
de consumidores y los distintos grupos políticos al respecto? Por lo demás
cielos parcialmente nublados en Madrid.