miércoles, 24 de octubre de 2018

Agua del grifo y otras historias.


Cuando era un crío recuerdo que en el parque en el que jugábamos la chavalería del barrio, había una fuente a la que íbamos a refrescarnos además de saciar la sed de camello que los juegos y carreras nos provocaban. También hacíamos el tonto mojándonos con las consiguientes broncas de algunos vecinos que nos increpaban por jugar con el agua de la fuente. Si queríamos malgastar agua lo suyo era ir al pilón y empaparnos allí. Pero la fuente era para beber. igualmente, a veces, cuando la sed apremiaba y había enormes colas en la fuente, algunos nos aventurábamos hasta uno de los bares de la esquina, el bar kyoto era uno de los preferidos y al que nuestros padres solían ir de vez en cuando, y siempre con el «por favor» por delante pedíamos unos vasos de agua a alguno de los camareros que, tras servir a los clientes que en ese momento podía haber en el establecimiento, mirándonos como se miran a las cucarachas antes de ser pisadas y a desgana, llenaba algunos vasos con agua del grifo y nos los ponía con un golpe seco sobre la altísimas barras a las que teníamos que llegar de puntillas. Eran otros tiempos. Eran tiempos en que incluso había baños públicos en la mayoría de los parques. No había necesidad de ir a un bar a tomar una consumición para poder aliviarse.
Me encantan esos establecimientos, pocos aún por cierto, en el que nada más sentarte a la mesa te ponen una jarra de agua del grifo y unos vasos, tantos como comensales se sienten a comer o a cenar. El agua del grifo es como las olivas con la cervecita. Si te las ponen se agradece, si no te las ponen te deja una sensación incómoda y acabas preguntándote, tras pagar casi tres euros por un tercio de cerveza, si deberías dejar o no alguna monedilla como propina para paliar en la medida de lo posible la tremenda carestía que parece reinar en el sector hostelero. No pensemos que al no poner tapa sean unos rácanos, pensemos que las pasan putas para llegar a fin de mes. No me quejo de los precios que empiezan a reinar por cuatro chuminadas que uno pida en los bares, a nadie obligan a entrar en ellos. No me quejo de que la nueva y guapa camarera que hay tras la barra, cada vez que me ve entrar, se aleje tanto de mí que parezca que la voy a contagiar algo solo con saludarla. Entiendo que no quiera pillar una baja por enfermedad y que prefiera atender al famoso y joven actor que se ha venido a vivir al barrio apareciendo por allí cuando su ajetreada vida social se lo permite. Tampoco me quejo de que me pregunten cada dos por tres que si la clarita la quiero con limón o gaseosa… es una batalla que ya he dado por perdida hace tiempo. Pero si pido una jarra de agua del grifo cuando me siento a comer o cenar ¿qué problema hay si el bar dispone de agua corriente y, espero, potable? Cuando uno, al desayunar, pide un café y un vaso de agua, no le dan una botellita de agua embotellada ¿o ahora empezarán a darlas? Puedo entender que moleste que alguien entre solo y exclusivamente a pedir un vaso de agua del grifo y tras consumirlo se de media vuelta y vuelva a salir tan deprisa como entró. Un vaso de agua no se niega a nadie, pero a estas personas se les puede decir que acudan a su junta de distrito y pidan que el ayuntamiento ponga más fuentes públicas en las calles al servicio del ciudadano y de paso que también soliciten urinarios públicos porque uno está harto de entrar en los bares a orinar. Actualmente orinar en un bar, porque algunos así lo hacemos, sale a un mínimo de 1,20 € que es lo que, por lo bajo, cuesta un café. Aunque tengo entendido que en el bar del congreso sale más barato. En fin, si yo me aburría y me he puesto a escribir dos folios sobre esto, ¿qué no podrán escribir los representantes del gremio de hostelería, las organizaciones de consumidores y los distintos grupos políticos al respecto? Por lo demás cielos parcialmente nublados en Madrid.