520 desahucios diarios. Quinientos veinte. O si se prefiere en números romanos DXX. 520 casas quedan vacías y sus inquilinos desalojados por orden judicial. 520 casas que eran ocupadas por personas quedan vacías, aumentando un parque inmobiliario ya de por sí inflado. 520 casas que eran ocupadas por familias vuelven a manos de los bancos propietarios de sus hipotecas.
El drama personal que están viviendo miles de personas, pendientes de un desahucio que les llegará vía judicial y con todos los sellos y triplicados correspondientes, es ya un drama social en el que todos estamos implicados. Es raro encontrar a alguien actualmente que no tenga alguna hipoteca firmada con algún banco para poder acceder a una vivienda. Me refiero a alguien de la clase trabajadora.
Y para añadir más enjundia al asunto comprobamos como, ahora que los bancos prestan dinero a punta de pistola, los créditos millonarios son dados con alegría, campechanía, unas copas para celebrarlo, un apretón de manos y unas palmadas en la espalda, mientras los créditos a las familias no se conceden o lo hacen bajo condiciones leoninas. De vivir en un mundo al revés y que gira constantemente, ya no sé si la sangre se me sube a la cabeza o me baja a los pies.
En Granada, un hombre agobiado y desesperado ante su inminente desahucio, decidió acabar con todo de la manera que lo hacen los que sufren sin molestar y en silencio, ahorcándose en el patio de lo que hasta aquel día fue su casa y la de su familia. No dejó una nota. ¿Para qué? Antes de llegar los forenses, la policía enviada con la orden judicial para proceder al desahucio estaba allí velando el cadáver.
No es el primero ni será el último. Si fuese creyente diría que Dios lo tenga en su gloria, pero como no lo soy, lo único que tengo es rabia ante esta injusticia, otra más, del sistema que seguimos sustentando entre todos mientras nos vamos dejando morir poco a poco y en silencio.
Hoy se han sabido los datos del paro actualizados. La tasa es ya del 25 %. Más de 5.778.100 personas que no tienen trabajo. En la Constitución hay un artículo, el 35 que dice en uno de sus puntos:
1. Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo.
Tener el deber y el derecho parece que no es suficiente para conseguir un trabajo digno con el que poder sustentarse y sustentar a la familia. La letra y el espíritu son muy bonitos, pero si no se materializan no sirven para nada. La cruda realidad siempre termina apedreando los cristales de nuestros ilusorios palacios en el aire.
Estos dos artículos aquí indicados son dos ejemplos, entre otros muchos, de en lo que se ha convertido esta Constitución que "los españoles nos hemos dado", según nos recuerdan nuestros gobernantes en cuanto tienen ocasión (y si no la tienen la buscan).
Esta Constitución de 1978, es como esa vajilla lujosa y cara que nos regalaron el día de nuestra boda y que cuando vienen visitas a casa mostramos con orgullo y satisfacción, para inmediatamente servir la comida en platos de plástico comprados en el supermercado de la esquina.
Desde hace años, prácticamente desde que se firmó y legalizó, es un librito cuya función exclusiva es adornar las estanterías de los despachos de nuestros gobernantes; y cuando estos se deciden a usarla es para colocarla bajo la pata de alguna mesa o silla que cojea.
Algunas personas dicen que la Constitución está anquilosada o que padece de esclerosis múltiple. Creo que es algo más simple pero mucho más grave. Está muerta. Muerta por no usarla. Se la ha dejado languidecer olvidada, hasta que el polvo y los ácaros la han asfixiado. El rígor mortis que ha adquirido es un síntoma de ello.
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