lunes, 10 de febrero de 2014

El cuento de la infanta.

¿La infanta está triste? No. La infanta esta amnésica.
El amor libera endorfinas cuyos vapores embelesan, como diría el poeta.
Pobre infanta, hacerla pasar por un trago así. Sonriendo a las cámaras... saludando al personal del juzgado... me recordaba a su padre el rey cuando visitaba una fábrica, antes de darse a los placeres de la caza.
Después de remolonear su real presencia durante meses, decidió por fin acudir al juzgado que reclamaba su declaración sincera, y poco después de las nueve de la mañana del Sábado día 8 del mes corriente apareció aseada, vestida de oscuro y camisa blanca hábilmente desabotonada, dispuesta a ser tratada como una ciudadana más, para demostrar a las malas lenguas que la justicia es igual para todos... aunque para otros lo sea más.
Más de seis horas compareciendo ante un juez, mientras en Zarzuela, teléfono en mano, intentaban contener, rezando a todos los santos, la avalancha informativa y la vergüenza de ver a alguien de casta real comparecer, como una vulgar plebeya más, en un juzgado de Palma, pese a haber podido dejar aparcada la carroza en la misma puerta de entrada.
La infanta no sabe, la infanta apenas contesta. "Yo no soy esa", parece decir al juez, entre sus carraspeos y timidez estudiada. "Yo no soy esa, señor juez. ¿Por qué me pregunta sobre mis relaciones empresariales en el negocio de la que soy socia junto al amor de mi vida? ¿Acaso si me pinchan no sangro? Metaselo en la cabeza, señor juez, yo no soy esa". Y salió por donde había venido, montó en su carroza y sin mirar atrás desapareció de nuestras vidas. Aunque alguien aún debe seguir buscando por las inmediaciones del juzgado algún zapato de cristal posiblemente olvidado.
¡Ah! que triste es ser de la realeza... que triste es ser infanta o princesa... rey o príncipe... si no fuese por ser tan bella.

En palacio, a los retoños reales les cuentan historias de los hermanos Grimm o de Hans Christian Andersen. Cuentos en los que ogros en forma de jueces envidiosos, y brujas en forma de resentidos republicanos intentan envenenarlos, secuestrarlos, torturarlos y comerlos vivos por pura maldad maligna, por querer invertir un orden eternamente aceptado. Mala es la envidia que emponzoña los corazones de los súbditos, casi tan mala como los libros. Bendita ignorancia que nos mantiene vivos.

De momento, de los 41 imputados en el caso, 16 de ellos puede que se acaben sentando en el banquillo. La infanta no está en esa lista de posibles encausados. Veni, vidi, vici. Ave Cristina!
Su marido, el señor Undargarín, ha tenido menos suerte. La Fiscalía Anticorrupción  va a pedir algo más que bocadillos de calamares para todos. Alguien tiene que sacrificarse y en palacio han decidido que sea él. Al fin y al cabo él es plebeyo y ama a la infanta, pese a sus devaneos con otras mujeres. El amor tiene razones que nada más los enamorados entienden.

La infanta Cristina, siguiendo los consejos de su familia y demás abogados, ha optado por seguir la estrategia de la tortuga: "Llegar tarde, no decir nada, y seguir con la concha dura". Veremos si eso la da resultado.
El juez Castro se ha dado dos meses para decidir, y decir algo sobre el siguiente paso a seguir. Pero ya sabemos, y además intuimos, que los cuentos nunca pueden acabar mal. En especial para aquellos por cuyas venas corre sangre real.

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