Viendo el devenir de las cosas que nos rodean, que nos empujan y que, también, nos motivan, me queda la sensación de que no nos movemos tanto como deberíamos hacerlo. Como si tuviésemos las suelas de nuestras botas llenas de barro. Como si nos pesasen los pies, aunque seguramente lo que más nos pese sea nuestras cabezas. Parece como si nuestras ideas hubiesen pisado un chicle y lo notemos ahí pegándose al suelo cada vez que damos un paso. Es una sensación extraña que ralentiza nuestro avance sin apenas darnos cuenta. Nos esforzamos en avanzar y lo cierto es que avanzamos, pero con tal lentitud que damos por supuesto que esa es la velocidad correcta, que no se puede ir más deprisa. Transcurre el tiempo y apenas nos hemos movido del sitio del que empezamos a andar. Si paramos para darnos un respiro, vemos como la pausa envuelta en lentitud parsimoniosa nos adelanta y saluda con su mano desganada, mientras la vemos alejarse tras dejarnos atrás como quien deja el envoltorio de un caramelo sobre un cenicero rebosante de colillas y ceniza...y avanzamos. Volvemos a recobrar aire y fuerzas para volver a recuperar el ritmo y continuar avanzando...y avanzamos. Pero esa pesadez en nuestras piernas, en nuestras ideas, aún se manifiesta en forma de dudas que asaltan nuestro sueño, alejando nuestra utopía algo más allá, fuera de nuestro alcance de momento. Alcanzamos cumbres que nadie antes imaginó alcanzar, descubrimos algo más valioso que el oro en los corazones de caminantes que acompañaban nuestro camino con el mismo deseo que nosotros...y avanzamos. Seguimos andando, seguimos avanzando pero aún no veo que lleguemos a algún sitio en el que no hayamos estado antes ya. Pero...avanzamos y seguiremos haciéndolo aunque nos cueste la eternidad.
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