Hoy, la iglesia católica y el calendario gregoriano están de celebración.
Van a ser subidos a los altares dos hombres santos. O algo así nos cuentan.
Uno es Juan XXIII, Papa de Roma desde 1958 hasta 1963, año en que falleció. El otro es Juan Pablo II, igualmente Papa desde 1978 hasta 2005, año de su muerte.
Soy el menos indicado para decir quien puede o no, ascender a la santidad, pero con todo el guirigay que hoy tienen montado en la Santa Sede, a uno no le queda más remedio que sacudirse las telarañas dominicales, e intentar participar también de tal alegría, mientras por el rabillo del ojo observa al gato encerrado que ronronea en dicho evento, al constatar los años que deben pasar para algunos a la hora de ascender en categoría, y el poco tiempo que les cuesta a otros llegar al mismo peldaño... milagros requeridos para dicho fin aparte.
La rapidez que se ha ejercido para canonizar a Juan Pablo II, en comparación con su otro compañero de santificación, es un claro caso de desigualdad entre Papas, y sobre todo es un claro ejemplo de desigualdad entre santos. Mas de 50 años de espera para uno y menos de diez años para otro. Aquí alguien ha decidido obsequiarnos con un «caballo de Troya» santoral que abre la puerta, a partir de ahora, a muchas interpretaciones a la hora de santificar a más gente.
Parece ser que los encargados de estos ascensos, no solo miran la trayectoria personal a lo largo de la vida de los candidatos, también miran su tirón mediático, a la hora de puntuar en santidad.
En el caso de Juan XXIII, llamado el «Papa bueno», su trayectoria llevando las riendas de la Iglesia, posiblemente encaje en eso que los creyentes llaman santos, más que nada por su intento de apertura y cambio de actitudes en la curia, y su actividad en favor de la paz mundial en una época convulsa políticamente, cosa que incomodó sobremanera en el propio seno de la iglesia y, por el contrario, alegró y atrajo a multitud de fieles y creyentes católicos y no tan católicos. Luego, tras su muerte, realizó un milagro sanando el estómago de una monja. Con eso, la santificación era una simple cuestión de tiempo.
Sobre milagros, número de milagros y apariciones, me abstengo de decir nada. Al menos hoy.
En el caso de Juan Pablo II, conocido como el «Papa viajero», la verdad es que, viendo la trayectoria de este hombre, lo único cristiano que le he visto hacer fue suceder a su antecesor Juan Pablo I, muerto al mes de acceder a su cargo. Con la llegada de este Papa a Roma, la iglesia católica dio un paso atrás en el tiempo, y quedó anclada en una época anterior a la llegada del intelecto, del entendimiento, de la razón y la ciencia a las personas. Pese a aprovechar los recursos tecnológicos existentes a la hora de extender su mensaje evangelizador. Época, por cierto, que aún colea, pese a los, parecen ser, intentos del actual Papa Francisco en avanzar al mismo paso que el resto del mundo y así poder quitar el pelo de la dehesa oscura y medieval que Juan Pablo II dejó adherida en los misales. Amante de los grandes escenarios y las ceremonias multitudinarias al visitar países, puso de moda besar el suelo al bajar del avión nada más aterrizar, y en la última etapa de su apostolado, enfermo y notablemente avejentado, también puso de moda dormirse en mitad de la misa. Como mandan los cánones de la iglesia, también superó la prueba de los milagros tras su muerte, al curar a dos personas. Una monja con párkinson, y una señora con aneurisma que, por lo visto, rezó al difunto Juan Pablo II.
Voy a omitir, otra vez, cualquier alusión a dichos milagros, su número mínimo para optar a título de tal y curaciones in extremis con las que nos obsequian estas historias de santidad.
Aquí, en España, los medios de comunicación han seguido con gran interés tales santificaciones. Al igual que los medios desplegados para retransmitir un partido de fútbol, ningún medio parece haberse quedado corto en cuanto a personal y medios técnicos para seguir tan importante evento. Lástima que no haya más santificaciones en directo como partidos de fútbol hay al cabo del año. El olfato periodístico para dar las noticias que interesan a la gente, parece haberse perdido en favor del conformismo con el poder establecido y de los anunciantes con silla en los consejos de administración de los propios medios informativos. Uno ya no sabe si las noticias, en realidad, no son más que publi-reportajes descarados de los que pagan los espacios para la publicidad en los medios de comunicación.
Ser un estado aconfesional, al menos en España, ayuda al hecho de poder ver, sin salir de casa, una misa televisada todos los Domingos por la televisión pública. Y como no todos los días santifican Papas, está claro que además, hoy hemos tenido el privilegio de asistir a una doble santificación papal en directo, minuto a minuto, para no perdernos nada de tan interesante acontecimiento. Con tanto fervor religioso por parte de algunos compatriotas a la hora de dar noticias de tal calibre, y de otros a la hora de verlas, parece ser que estoy en buenas manos. Una buena parte de nuestros representantes políticos se han dejado caer por la plaza de San Pedro para apoyar con su presencia dicha santificación.
En fin, que «a quién Dios se la de, San Pedro se la bendiga». Si no digo nada de la gente que ve programas de cotilleo, no voy a decir tampoco nada de quienes prefieren ver en la tele a señores mayores, vestidos con ropas y gorros extraños, hablando de Dios con un tono amanerado y monótono. Desde que se inventaron los reproductores dvd, quien no ve cine en casa es porque no quiere.
Aquí, en España, los medios de comunicación han seguido con gran interés tales santificaciones. Al igual que los medios desplegados para retransmitir un partido de fútbol, ningún medio parece haberse quedado corto en cuanto a personal y medios técnicos para seguir tan importante evento. Lástima que no haya más santificaciones en directo como partidos de fútbol hay al cabo del año. El olfato periodístico para dar las noticias que interesan a la gente, parece haberse perdido en favor del conformismo con el poder establecido y de los anunciantes con silla en los consejos de administración de los propios medios informativos. Uno ya no sabe si las noticias, en realidad, no son más que publi-reportajes descarados de los que pagan los espacios para la publicidad en los medios de comunicación.
Ser un estado aconfesional, al menos en España, ayuda al hecho de poder ver, sin salir de casa, una misa televisada todos los Domingos por la televisión pública. Y como no todos los días santifican Papas, está claro que además, hoy hemos tenido el privilegio de asistir a una doble santificación papal en directo, minuto a minuto, para no perdernos nada de tan interesante acontecimiento. Con tanto fervor religioso por parte de algunos compatriotas a la hora de dar noticias de tal calibre, y de otros a la hora de verlas, parece ser que estoy en buenas manos. Una buena parte de nuestros representantes políticos se han dejado caer por la plaza de San Pedro para apoyar con su presencia dicha santificación.
En fin, que «a quién Dios se la de, San Pedro se la bendiga». Si no digo nada de la gente que ve programas de cotilleo, no voy a decir tampoco nada de quienes prefieren ver en la tele a señores mayores, vestidos con ropas y gorros extraños, hablando de Dios con un tono amanerado y monótono. Desde que se inventaron los reproductores dvd, quien no ve cine en casa es porque no quiere.
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